La barrera del idioma, una cuestión de generaciones en Rusia

Si piensa en visitar Rusia, recuerde que mientras más joven traductor, mejor será su suerte.

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¿Tiene problemas con el idioma?, si va a Rusia es más complicado el tema.

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13 de junio 2018 , 06:33 a. m.

Llegar a Rusia implica dos cosas: entender el frío y hacerse entender en una sociedad en la que predominan los nacionalistas, convencidos que sólo necesitan saber su idioma para avanzar en el mundo.

La cuestión del idioma es seria. Es, en casi todos los casos, una barrera insuperable. Si vas en el Metro, el medio de transporte más eficiente de Moscú, entiendes pronto que puedes pasarte el día atrapado ahí porque nadie vendrá a ayudarte.

Te ignoran, te evitan, hay quienes se ofenden por tener la osadía de presentarse en su territorio sin dominar su idioma. Pero claro, si te ocurre obstruir el paso o meterte en el camino de la gente, con solo agitar las manos y vociferar se aseguran de que aprendas la lección. 

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¿Tiene problemas con el idioma?, si va a Rusia es más complicado.

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Nadie ayuda… excepto los más jóvenes. Así que este es nuestro primer consejo: mientras más joven sea tu interlocutor, mejor suerte correrás en la capital rusa. Busca siempre un sub 18, un niño o niña con los audífonos siempre pagados a las orejas, de los que miran al suelo y no arriba, donde están las señales del Metro, porque sencillamente las saben de memoria. Si tiene acné y cara de bebé, ¡ahí está la solución a todos tus problemas! Y es que son los rusos los rusos más jóvenes los reyes de la gentileza: te pillan con mapa en mano y te preguntan sonrientes, se acercan a ti sin el asomo de desconfianza de sus ancestros y, si tienen tiempo, caminan contigo hasta la puerta misma de tu tren.

En su mayoría, los chicos hablan el inglés que despreciaron sus ancestros, muchos con una pronunciación impecable y admirable para alguien que no salió nunca de Rusia. Uno de ellos fue un chico rubio cuyas marcas en las mejillas hablaban de una adolescencia difícil (como lo único que entendimos de su nombre fue un final en algo parecido a Bill, así se quedó).

En un inglés impecable nos contó su historia (acaba de graduarse en Relaciones Internacionales), nos dijo que aprendió el idioma de manera autodidacta, igual que su incipiente español y que amaba los idiomas a la distancia porque esa era la única vía para recién egresados como él, que pasan años anhelando un primer empleo que les ayude a abrirse las puertas al mundo.

En la post era de Gorbashov y Putin, los chicos parecen anhelar la libertad y los recursos de este lado del mundo y no entienden bien que los turistas estemos maravillados con ciudades que, para ellos, resultan anticuadas, desconectadas de la modernidad, ancladas en el pasado.

Importa poco que se confundan con la ruta correcta del tren, que te hagan perder media hora de vida y te digan, con el sonrojo del niño descubierto, que hay estaciones de ese Metro que no conocen a pesar de usar ese medio de transporte a diario. No pasa nada porque sonríen honestamente, te miran a los ojos y, para reparar el daño, te cuentan las historias de cada vagón, las curiosidades de la técnica de grabado en las columnas, la vida que oyeron de sus padres y abuelos cuando todos juntos se pararon altivos de las guerras mundiales.

Y es así como te ahorras el guía y te encuentras un amigo, uno que no te da likes y te habla por audios, sino que te lleva de la mano para que veas de primera mano a qué país llegaste. De hierro no es sino la historia antigua de esa cortina de la cual, los más jóvenes, hoy quieren deshacerse.

Jenny Gámez

Editora de FUTBOLRED desde Rusia

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