Italia '90: Exquisita organización, pésimo juego

Jorge Barraza recuerda una cita que para los colombianos fue inolvidable.

Jorge Barraza

Columnista Futbolred

Foto: Archivo particular

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11 de mayo 2018 , 10:38 p. m.

México fue el primero que organizó dos Mundiales. Lo hospedó en 1970 y, ante la renuncia de Colombia para 1986, se postuló de bote pronto. Ni el tremendo terremoto de 1985 en pleno Distrito Federal lo hizo dudar. Italia fue el siguiente. Había sido anfitrión en tiempos de Mussolini -1934- y repitió en 1990, cuando el Calcio reinaba como la meca del fútbol.

 Las celebridades futbolísticas no recalaban en España ni en Inglaterra (aún no se creaba la Premier League), menos en Alemania, los cracks aterrizaban en el Milan, el Inter, el Napoli, la Juventus, la Roma, el Lazio, el Parma… Ahí estaba el poder económico. En medio de ese esplendor, el país de Da Vinci y Miguel Ángel montó la Copa con más pompa de la historia. No se fijó en gastos. Quería mostrar al mundo su historia, su arte, su industria, la moda, la cocina, el diseño, la música… ¡Vaya si mostraron su creatividad musical…! Cientos de millones recordarán por el resto de sus vidas Un’estate italiana, la canción de Giorgio Moroder y Tom Whitlock con la celestial interpretación de Edoardo Bennato y Gianna Nannini. El tema más bonito de los Mundiales:

“Notti magiche / inseguendo un goal / sotto il cielo / di un'estate italiana…” (Noches mágicas / persiguiendo un gol / bajo el cielo / de un verano italiano…)

Todo el Made in Italy desplegado sobre la alfombra verde del fútbol. Tiraron el país por la ventana. Fue el último Mundial en que un estado autorizó chequera libre con un objeto claro: cautivar al mundo. Y pusieron al frente de la organización a Luca di Montezemolo, delfín de los Agnelli, una de las familias más ricas de Europa, dueña de la Fiat, la Ferrari, la Juventus y otras decenas de empresas. En ese ambiente regio, rodeado de actividades culturales, artísticas y turísticas, se disputó un campeonato feísimo, con pocos goles, muchas faltas y una tónica de mezquindad general. Tanto que fue el certamen con menos promedio de gol de la historia: 2,21 por juego. Aún regían los dos puntos a la victoria, con lo cual imperaba la búsqueda del empate. A contravía de la canción, nadie perseguía un gol. Puro catenaccio en la tierra del catenaccio.

La Argentina de Bilardo fue, quizás, la más negra de las ovejas negras: llegó a subcampeón con un fútbol rústico y habiendo marcado apenas 5 goles en siete partidos, ni siquiera uno por cotejo, insólito récord negativo. Alemania, que aún era Alemania Federal pues no estaba reunificada, fue un campeón justo, aunque sin brillo. Colombia lo desnudó: cuando tuvo enfrente un equipo capaz con el balón, que le frenara el ritmo y tocara la bola por bajo, se le complicaba. Pero iba al ataque.

Aquel Colombia 1 - Alemania 1 es uno de los duelos más intensamente vividos por este cronista en un Mundial. Los Maturana Boys habían jugado un partido memorable, les faltaba el canto de una uña para lograr un triunfo histórico, consagratorio, cuando tras una apilada de Rudi Voeller, Pierre Littbarski venció a Higuita. Iban 89 minutos. Desolación total entre los latinoamericanos. Tanto nadar para morir en la orilla. Varios muchachos colombianos quedaron tendidos en el césped, quebrados, sin ganas de seguir. Pero ahí apareció la grandeza de Valderrama, que los fue levantando de a uno con voz de líder: “Vamos, hay que seguir, podemos empatar…” El sensacional Enrique Omar Sívori, junto a nosotros en la tribuna VIP, se levantó y enfiló por el pasillo con cara de velorio. ¿Qué pasa, Enrique…?, preguntamos. “Me voy, de la bronca… Qué injusticia después de lo que jugó Colombia…” Y se perdió escaleras abajo. Se perdió, también, lo inesperado. A los 92’, para demostrar que la suyas no eran palabras huecas, Valderrama hizo el pase de su vida, atrajo tres alemanes hacia adentro y, de zurda, rápido, metió el estiletazo hacia afuera dejando a Rincón sólo, divinamente sólo con el arquero Illgner. Freddy cerró los ojos, le dio con el alma, la bola pasó por entre las piernas del alemán y se consumó un empate heroico, increíble, hermoso. La Justicia lo gritó también. Terminamos abrazados con el inolvidable León Londoño. Porque el periodista, antes que periodista, es humano. Ese gol de Rincón seguramente rivaliza con el de James a Uruguay como el más emocionante de la historia del fútbol colombiano.

Fue uno de los pocos encuentros que correspondió a las expectativas; el otro fue Inglaterra 3 - Camerún 2, en cuartos de final. Y Colombia, una de las excepciones que intentó por sobre todo jugar fútbol. Un ejemplo de cómo salieron las cosas es que Marco Van Basten, extraordinario goleador holandés que llegó como la máxima estrella de la Copa, se fue sin anotar, y el Botín y el Balón de Oro del torneo recayeron en Salvatore Schillaci, un correcto delantero siciliano. El espectáculo estaba de la raya de cal hacia afuera. Adentro, planteos ultradefensivos, tacaños, especulación, demoras, simulaciones, brusquedades, completa falta de generosidad deportiva. Una estadística agregó estupefacción: hubo 8 remates al arco por partido, bajísimo promedio.

La FIFA tomó nota inmediatamente de que los descomunales esfuerzos organizativos no eran correspondidos por el juego. Y que estos malos indicadores amenazaban la popularidad y el negocio del fútbol, su expansión universal. Esta maravilla que apasiona a miles de millones de personas en todo el planeta no podía sucumbir ante un grupo de técnicos y jugadores especuladores, inescrupulosos, mañeros, violentos o ventajeros. No se puede exigir a los organizadores que monten una carpa colosal como es el Mundial, con estadios, hoteles, transportes, aeropuertos, comunicaciones, seguridad, todo al máximo nivel, para luego pagar con un espectáculo pavoroso. Por eso, a partir de ese torneo se tomó una batería de medidas reglamentarias y administrativas para adecentar el juego y tornarlo más atractivo. Los 3 puntos a la victoria, el pase atrás al arquero, cambio en la regla del offside, mayor recuperación de tiempo, árbitros jóvenes, etcéteras varios. Italia ’90 se transformó, por ello, en un antes y un después del fútbol.

Recordamos una simpática anécdota de aquel Mundial, el de montaje más generoso, difícilmente superable. ¿Cómo explicarlo…? Fue la perfección organizativa, el paradigma del buen gusto, la abundancia en niveles superlativos. Donde hacía falta un televisor había diez; en lugar de veinte máquinas de fax podían contarse varias docenas. Cantidades de computadores, cientos de autos nuevos afectados al torneo, decenas de buses asignados a la prensa para su traslado las 24 horas, comodidades de todo tipo. En los doce estadios, cada periodista tenía a su servicio un teléfono directo para hablar al mundo y un monitor de TV para seguir el juego y ver la repetición de las jugadas. Banquetes y agasajos a toda hora.

El centro de prensa, ubicado en el Foro Itálico, poseía restaurante, bar, banco, oficina del ferrocarril para comprar pasajes con descuento a la ciudad que uno quisiera; laboratorios de fotografía que revelaban los rollos a precio irrisorio. Un banco de datos nunca igualado que contenía la historia personal de todos los futbolistas que disputaron aunque sea un sólo encuentro mundialista... A primera hora de la mañana llegaban los diarios de las grandes capitales de Europa y uno podía quedárselos; souvenirs gratuitos de todo tipo. Se dispuso la piscina donde se disputaron los Juegos Olímpicos de 1960 para que los periodistas combatieran, entre nota y nota, el verano romano. Y hasta la empresa Adidas proporcionaba, sin costo, un short de baño, una toalla y una gorra a los bañistas. Daban ganas de quedarse a vivir allí.

Fuimos privilegiados testigos de una escena singular. Dos periodistas argentinos en traje de baño, torsos desnudos, gafas oscuras, bronceador, tomando sol al borde la piscina, echados en una reposera. Dos auténticos bon vivant. Uno, en tono quejoso, le dice al otro:
-¡Qué desastre la organización...!

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